miércoles, enero 30, 2008
lunes, enero 28, 2008
Pise el palito en el Boston Common (parte 2, fin)
En realidad, tal vez ella estaba dotada con la mezcla perfecta para una persona como yo. Tenía de los dos mundos. Por un lado, era peruana, de modo que compartíamos antecedentes culturales y símbolos que nos daban una complicidad especial frente al resto de la gente. Por otro lado, habiendo crecido en Norteamérica, tenía formas muy de este lado del mundo. Formas que con el tiempo había comenzado a apreciar y valorar en mi relación con la gente.
En suma, era definitivamente alguien de quien me podría enamorar. Y, los síntomas ya habían comenzado. Empezaba a sentir que quería pasar más tiempo con ella.
Mientras caminábamos pensaba en la próxima vez que nos veríamos. Felizmente durante el desayuno ella había propuesto para salir a almorzar el próximo viernes. Lo que me hacía pensar que el interés era mutuo. Estuvimos buen rato barajando posibles restaurantes en Boston para nuestro encuentro y finalmente decidimos por un chino cerca del centro de la ciudad. La acompañé hasta la estación del metro y allí nos despedimos.
Esa semana iba a ser una semana complicada. Era la convención demócrata en Boston. El candidato nominado era John Kerry y se enfrentaba al republicano George Bush en las elecciones. Llegaban alrededor de ciento cincuenta mil personas a la ciudad para la convención. Desde el once de setiembre la seguridad para este tipo de eventos era extrema. El tráfico sería un caos y muchos bostonianos escapaban de la ciudad durante esos días. Mi jefe, por ejemplo, había salido de la ciudad y me dejó libre esa semana.
Conversando con Martín me había enterado que entre los invitados a la convención estaban Alan García y Jorge del Castillo. Faltaban dos días para el almuerzo con Marta, pero pensé que el asunto le interesaría y era una buena excusa para llamarla. De hecho, me había hecho falta conversar con ella.
- No te imaginas. ¿Quiénes crees que vienen a Boston para la convención? – le pregunté entre risas.
Ella, por supuesto, estaba más enterada que yo. En un principio, nos reímos mucho del tema. Estuvimos imaginando las aventuras que Alan y Jorgito tendrían por la ciudad. Luego Marta me confesó tener un pensamiento cercano al de Haya de la Torre. Sin embargo, no se consideraba aprista, pues según ella el APRA se había apartado del pensamiento original de Haya. Yo sabía mucho menos que ella sobre estos temas y ciertamente no me interesaban. Desafortunadamente igual fui víctima de una lección sobre ideología aprista.
- Bueno, no te aburro más – me dijo finalmente. Dándose cuenta, por primera vez, que no me había dado oportunidad de decirle si quería aprender más sobre el tema o al menos de compartir mi paupérrima opinión sobre el mismo con ella.
- No, no me aburres. Sólo que conozco poco sobre el tema. Desde que me fui de Perú no he seguido mucho lo que pasa en la política. La verdad nunca me ha interesado mucho.
- Ya vez, entonces sí te aburro. Esto me pasa frecuentemente. Lo siento. No quiero imponer mi opinión ni dominar la conversación con mis temas. Pero a veces me pasa. Dime por favor cuando sientas que lo haga. No quiero aburrirte.
- Bueno, sí. La verdad a veces he sentido que nuestra conversación es un poco vertical. Tú decides por donde va y como que no me siento consultado. Pero imagino que es porque en algunos temas tienes una postura tan clara, especialmente en lo político.
- De todos modos, no es algo importante. No me molesta que sea así.
- No, no está bien que sea así. Este es un error que he cometido con más frecuencia y no quiero cometerlo contigo.
Me contó que tuvo experiencias que definieron contundentemente algunos de sus juicios de la realidad. Experiencias que fueron difíciles y hasta traumantes, pero de las cuales estaba agradecida, porque sin ellas no hubiese entendido algunas verdades y no habría encontrado los móviles sociales y morales que la guiaban actualmente. Es por eso que en ciertos temas era tan tajante. Eso le creaba problemas en sus relaciones y le molestaba. Por eso a veces tenía que controlarse, para que la otra parte no se sienta agredida, irrespetada. De ninguna manera quería que eso pase entre los dos.
En realidad, su explicación me parecía bastante etérea. No sabía a qué experiencias se refería. Pero si una ley tenía en mis relaciones era no interesarme en el pasado. Los procesos que cada persona vivía eran demasiado complejos como para tratar de entender su comportamiento actual.
Lo importante para mí era que por primera vez discutíamos sobre nuestra relación. A ambos nos interesaba cuidarla. Lo quise hacer explícito.
- Me gusta nuestra relación. La verdad que había echado de menos hablar contigo desde el sábado y me entusiasma que nos volveremos a ver este viernes.
- Qué bueno, porque yo siento lo mismo.
Recordamos la hora y lugar de nuestro encuentro del viernes y nos despedimos.
El viernes desde temprano estuve pensando en el almuerzo. Decidí que esa salida era una buena oportunidad para dar el primer paso. Es decir, hacer contacto físico. Ambos sabíamos que nos gustábamos. Entonces, el momento oportuno para empezar.
Me dio tiempo para ir al Trader Joe’s y hacer algunas compras para el desayuno. La semana libre me había caído muy bien. Estuve siguiendo las noticias de la convención. También pude ir al gimnasio y completar algunos trámites pendientes. Y, lo más importante, tuve tiempo para hacer nada y relajarme.
Al mediodía me bañe y me aliste para el almuerzo con Marta.
Nos encontramos a la salida de una estación del metro en el centro de la ciudad. Realmente la seguridad era impresionante. Habían policías por todos lados.
Marta venia con su mochila de la universidad y no estaba tan arreglada como la vez pasada. De hecho se le veía trajinada, como que había tenido un día de mucho trabajo. Fuimos caminando al sitio chino y durante la comida ella no habló mucho. Al final, me pidió que la acompañe a la casa de un amigo a recoger unos libros.
Saliendo del restaurante fuimos a pie a casa de su amigo.
La esperé afuera, sentado en las escaleras del edificio. Pensé que no necesitaría mucho tiempo pero demoró como quince minutos. Estaba ansioso. Habíamos quedado en ir a caminar al Boston Common y pensaba que allí podría dar el primer paso.
Al salir me pidió disculpas por la demora.
Pude alcanzar a ver a su amigo mientras se despedían. Era el mismo que la acompañaba la noche que nos conocimos en Manray: Adolfo.
Traía otra mochila y me pidió por favor que la cargue. Eran los libros que le había prestado a Adolfo y que ahora se los devolvía. Tomé la mochila y nos fuimos con dirección al Boston Common.
En el camino sentí que Marta estaba un poco inquieta. O al menos su semblante lucía menos risueño que de costumbre. Tal vez, al igual que yo, había pensado en la conversación por teléfono que tuvimos y decidido ir al parque para acercarnos más.
De pronto me di cuenta que llevaba puesta la misma ropa que en la noche que la conocí. La misma camisa a cuadros y pantalones jean. De alguna manera ahora la hacían ver diferente a aquella noche. Le daban un look guerrero, rough, como austero. Me gustaba.
Al llegar al parque estuvimos caminando hasta encontrar una banca. Nos ubicamos cerca del centro del parque. Felizmente no había mucha gente en el Boston Common. Eso sí, bastante seguridad.
Pensaba en la manera de romper el hielo. Hace mucho que no me encontraba en una situación similar y me sentía un poco como un quinceañero, buscando el momento oportuno para abrazarla y darle un beso.
Ahora Marta estaba evidentemente nerviosa.
- ¿Me puedes esperar un momento? Quiero comprar cigarrillos – me preguntó.
- Claro, no te preocupes. Aquí te espero.
La situación me hizo retroceder unos veinte años. Éramos, realmente, dos adolescentes nerviosos.
Marta estaba tardando. Mientras la esperaba trataba de entretenerme con los pájaros que abundaban en el parque. Además observaba a los policías y alucinaba con la paranoia que había invadido a Estados Unidos desde el once de setiembre.
Había pasado un buen rato y Marta no regresaba. Comencé a preocuparme.
De pronto escucho una voz en español que resonaba en todo el parque. Era Marta con un auricular. Estaba a pocos metros de distancia.
- Viva el presidente Gonzalo, jefe del partido y la revolución. Viva el marxismo-leninismo-maoísmo, pensamiento Gonzalo. Viva el Partido Comunista del Perú - gritaba.
Rápidamente la vi sacar una botella de su mochila y lanzarla hacia el jardín. Era una molotov.
Yo estaba tieso en la banca. No podía creer lo que estaba viendo. Marta había cometido un gran error. Pensaba que en instantes se oirían los disparos de la policía y la vería caer muerta.
No era posible. Yo la quería. Era la mujer que había estado esperando.
Me levanté y nos acercamos el uno al otro. Me miró con esos ojos tiernos, que me decían que me quería.
Me tomo en sus brazos. Mientras, la policía se acercaba hacia nosotros.
- Un paso más y le vuelo la cabeza – grito Marta. Mientras me tomaba violentamente por el cuello con un brazo y con el otro me apuntaba con un revólver.
Un gran número de policías nos apuntaban.
- Hay una bomba en su mochila y otra escondida en la estación central - grito Marta.
Volteó a verme. Ahora me miraba con esos ojos azorados.
En realidad, tal vez ella estaba dotada con la mezcla perfecta para una persona como yo. Tenía de los dos mundos. Por un lado, era peruana, de modo que compartíamos antecedentes culturales y símbolos que nos daban una complicidad especial frente al resto de la gente. Por otro lado, habiendo crecido en Norteamérica, tenía formas muy de este lado del mundo. Formas que con el tiempo había comenzado a apreciar y valorar en mi relación con la gente.
En suma, era definitivamente alguien de quien me podría enamorar. Y, los síntomas ya habían comenzado. Empezaba a sentir que quería pasar más tiempo con ella.
Mientras caminábamos pensaba en la próxima vez que nos veríamos. Felizmente durante el desayuno ella había propuesto para salir a almorzar el próximo viernes. Lo que me hacía pensar que el interés era mutuo. Estuvimos buen rato barajando posibles restaurantes en Boston para nuestro encuentro y finalmente decidimos por un chino cerca del centro de la ciudad. La acompañé hasta la estación del metro y allí nos despedimos.
Esa semana iba a ser una semana complicada. Era la convención demócrata en Boston. El candidato nominado era John Kerry y se enfrentaba al republicano George Bush en las elecciones. Llegaban alrededor de ciento cincuenta mil personas a la ciudad para la convención. Desde el once de setiembre la seguridad para este tipo de eventos era extrema. El tráfico sería un caos y muchos bostonianos escapaban de la ciudad durante esos días. Mi jefe, por ejemplo, había salido de la ciudad y me dejó libre esa semana.
Conversando con Martín me había enterado que entre los invitados a la convención estaban Alan García y Jorge del Castillo. Faltaban dos días para el almuerzo con Marta, pero pensé que el asunto le interesaría y era una buena excusa para llamarla. De hecho, me había hecho falta conversar con ella.
- No te imaginas. ¿Quiénes crees que vienen a Boston para la convención? – le pregunté entre risas.
Ella, por supuesto, estaba más enterada que yo. En un principio, nos reímos mucho del tema. Estuvimos imaginando las aventuras que Alan y Jorgito tendrían por la ciudad. Luego Marta me confesó tener un pensamiento cercano al de Haya de la Torre. Sin embargo, no se consideraba aprista, pues según ella el APRA se había apartado del pensamiento original de Haya. Yo sabía mucho menos que ella sobre estos temas y ciertamente no me interesaban. Desafortunadamente igual fui víctima de una lección sobre ideología aprista.
- Bueno, no te aburro más – me dijo finalmente. Dándose cuenta, por primera vez, que no me había dado oportunidad de decirle si quería aprender más sobre el tema o al menos de compartir mi paupérrima opinión sobre el mismo con ella.
- No, no me aburres. Sólo que conozco poco sobre el tema. Desde que me fui de Perú no he seguido mucho lo que pasa en la política. La verdad nunca me ha interesado mucho.
- Ya vez, entonces sí te aburro. Esto me pasa frecuentemente. Lo siento. No quiero imponer mi opinión ni dominar la conversación con mis temas. Pero a veces me pasa. Dime por favor cuando sientas que lo haga. No quiero aburrirte.
- Bueno, sí. La verdad a veces he sentido que nuestra conversación es un poco vertical. Tú decides por donde va y como que no me siento consultado. Pero imagino que es porque en algunos temas tienes una postura tan clara, especialmente en lo político.
- De todos modos, no es algo importante. No me molesta que sea así.
- No, no está bien que sea así. Este es un error que he cometido con más frecuencia y no quiero cometerlo contigo.
Me contó que tuvo experiencias que definieron contundentemente algunos de sus juicios de la realidad. Experiencias que fueron difíciles y hasta traumantes, pero de las cuales estaba agradecida, porque sin ellas no hubiese entendido algunas verdades y no habría encontrado los móviles sociales y morales que la guiaban actualmente. Es por eso que en ciertos temas era tan tajante. Eso le creaba problemas en sus relaciones y le molestaba. Por eso a veces tenía que controlarse, para que la otra parte no se sienta agredida, irrespetada. De ninguna manera quería que eso pase entre los dos.
En realidad, su explicación me parecía bastante etérea. No sabía a qué experiencias se refería. Pero si una ley tenía en mis relaciones era no interesarme en el pasado. Los procesos que cada persona vivía eran demasiado complejos como para tratar de entender su comportamiento actual.
Lo importante para mí era que por primera vez discutíamos sobre nuestra relación. A ambos nos interesaba cuidarla. Lo quise hacer explícito.
- Me gusta nuestra relación. La verdad que había echado de menos hablar contigo desde el sábado y me entusiasma que nos volveremos a ver este viernes.
- Qué bueno, porque yo siento lo mismo.
Recordamos la hora y lugar de nuestro encuentro del viernes y nos despedimos.
El viernes desde temprano estuve pensando en el almuerzo. Decidí que esa salida era una buena oportunidad para dar el primer paso. Es decir, hacer contacto físico. Ambos sabíamos que nos gustábamos. Entonces, el momento oportuno para empezar.
Me dio tiempo para ir al Trader Joe’s y hacer algunas compras para el desayuno. La semana libre me había caído muy bien. Estuve siguiendo las noticias de la convención. También pude ir al gimnasio y completar algunos trámites pendientes. Y, lo más importante, tuve tiempo para hacer nada y relajarme.
Al mediodía me bañe y me aliste para el almuerzo con Marta.
Nos encontramos a la salida de una estación del metro en el centro de la ciudad. Realmente la seguridad era impresionante. Habían policías por todos lados.
Marta venia con su mochila de la universidad y no estaba tan arreglada como la vez pasada. De hecho se le veía trajinada, como que había tenido un día de mucho trabajo. Fuimos caminando al sitio chino y durante la comida ella no habló mucho. Al final, me pidió que la acompañe a la casa de un amigo a recoger unos libros.
Saliendo del restaurante fuimos a pie a casa de su amigo.
La esperé afuera, sentado en las escaleras del edificio. Pensé que no necesitaría mucho tiempo pero demoró como quince minutos. Estaba ansioso. Habíamos quedado en ir a caminar al Boston Common y pensaba que allí podría dar el primer paso.
Al salir me pidió disculpas por la demora.
Pude alcanzar a ver a su amigo mientras se despedían. Era el mismo que la acompañaba la noche que nos conocimos en Manray: Adolfo.
Traía otra mochila y me pidió por favor que la cargue. Eran los libros que le había prestado a Adolfo y que ahora se los devolvía. Tomé la mochila y nos fuimos con dirección al Boston Common.
En el camino sentí que Marta estaba un poco inquieta. O al menos su semblante lucía menos risueño que de costumbre. Tal vez, al igual que yo, había pensado en la conversación por teléfono que tuvimos y decidido ir al parque para acercarnos más.
De pronto me di cuenta que llevaba puesta la misma ropa que en la noche que la conocí. La misma camisa a cuadros y pantalones jean. De alguna manera ahora la hacían ver diferente a aquella noche. Le daban un look guerrero, rough, como austero. Me gustaba.
Al llegar al parque estuvimos caminando hasta encontrar una banca. Nos ubicamos cerca del centro del parque. Felizmente no había mucha gente en el Boston Common. Eso sí, bastante seguridad.
Pensaba en la manera de romper el hielo. Hace mucho que no me encontraba en una situación similar y me sentía un poco como un quinceañero, buscando el momento oportuno para abrazarla y darle un beso.
Ahora Marta estaba evidentemente nerviosa.
- ¿Me puedes esperar un momento? Quiero comprar cigarrillos – me preguntó.
- Claro, no te preocupes. Aquí te espero.
La situación me hizo retroceder unos veinte años. Éramos, realmente, dos adolescentes nerviosos.
Marta estaba tardando. Mientras la esperaba trataba de entretenerme con los pájaros que abundaban en el parque. Además observaba a los policías y alucinaba con la paranoia que había invadido a Estados Unidos desde el once de setiembre.
Había pasado un buen rato y Marta no regresaba. Comencé a preocuparme.
De pronto escucho una voz en español que resonaba en todo el parque. Era Marta con un auricular. Estaba a pocos metros de distancia.
- Viva el presidente Gonzalo, jefe del partido y la revolución. Viva el marxismo-leninismo-maoísmo, pensamiento Gonzalo. Viva el Partido Comunista del Perú - gritaba.
Rápidamente la vi sacar una botella de su mochila y lanzarla hacia el jardín. Era una molotov.
Yo estaba tieso en la banca. No podía creer lo que estaba viendo. Marta había cometido un gran error. Pensaba que en instantes se oirían los disparos de la policía y la vería caer muerta.
No era posible. Yo la quería. Era la mujer que había estado esperando.
Me levanté y nos acercamos el uno al otro. Me miró con esos ojos tiernos, que me decían que me quería.
Me tomo en sus brazos. Mientras, la policía se acercaba hacia nosotros.
- Un paso más y le vuelo la cabeza – grito Marta. Mientras me tomaba violentamente por el cuello con un brazo y con el otro me apuntaba con un revólver.
Un gran número de policías nos apuntaban.
- Hay una bomba en su mochila y otra escondida en la estación central - grito Marta.
Volteó a verme. Ahora me miraba con esos ojos azorados.
miércoles, enero 23, 2008
Pise el palito en el Boston Common (parte 1)
Cuando me desperté eran las nueve de la noche. Ya me había pasado la resaca y me sentía recuperado. Sólo necesitaba una buena ducha. No me despedí de Martín para no despertarlo. Cogí mi auto y me fue para la casa.
Ya en la casa, luego de bañarme decidí ponerme la ropa que recién había comprado ayer. Una camisa y un pantalón jean desteñido. Un poco de perfume y estaba listo para salir de nuevo. El objetivo de la noche era el Manray, la discoteca de moda. El plan era mas bien tranquis.
Iba solo. Sí. Podía haber llamado a alguien pero en realidad me provocaba ir solo. A pesar que decía odiar la soledad, no siempre era así. Porque en realidad me encantaba la sensación de entrar a la discoteca solo, sin saber que iba a pasar. Más aún luego de un baño y con ropa nueva.
- Un vodka tonic por favor – pedí en la barra. Donde había encontrado un buen lugar para estacionarme.
A mi lado había una chica leyendo un cuaderno con notas escritas a lápiz. Vestía camisa a cuadros y un pantalón jean celeste. De hecho tenía pinta de latina. Más aún, de sudamericana.
- Bueno Adolfo, entonces te pones en contacto con los abogados para que se hagan cargo de este caso - le decía a su acompañante en español.
No me había equivocado. Además, ahora me daba cuenta que tenía un acento limeño muy marcado. Cosa que no escuchaba frecuentemente en Boston y, por lo mismo, despertaba mi curiosidad.
- Listo. Yo me encargo de ese asunto. La próxima semana me estoy comunicando contigo – dijo Adolfo, guardando el cuaderno de notas en su mochila. Luego se despidió.
Ella se quedó sola tomando un trago. Parecía, al igual que yo, estar disfrutando de esa soledad.
Sin poder esquivar mi curiosidad, decidí hablarle. No la pensé dos veces y volteé hacia su lado.
- Hola, me llamo Jorge. Escuché que hablas español. ¿Quieres conversar un rato? – No se me ocurrió decirle otra cosa.
- Claro, por qué no- me contestó sonriendo.
Me dijo que se llamaba Marta y también era peruana. Llevaba dos años viviendo en Boston y le gustaba mucho. Se fue del Perú de niña. Su papá era diplomático y lo enviaron a Canadá. Primero estuvo viviendo en la ciudad de Québec, allí terminó el colegio y antes de comenzar la universidad se tomó un par de años para llevar una vida medio hippie. Junto con artesanos peruanos y chilenos vendía en el viejo Québec.
Luego entró a la universidad a estudiar sociología. Para esto su papá había regresado a Perú pero ella decidió quedarse. La universidad la financiaba con lo que ganaba en los veranos vendiendo artesanías. A veces también viajaba a Halifax con su grupo de artesanos para vender y hacer trenzas para los niños. Así la pasaba bien y hacía algo de plata.
En la universidad se enamoró de un quebeco. Vivieron juntos durante él último año de la carrera. Luego a él le ofrecieron un trabajo en Montreal y se mudaron para allá. Pero después de un tiempo la relación comenzó a fallar y terminaron. Ella, sin embargo, quedó encantada con la ciudad y decidió quedarse. Consiguió un trabajo a medio tiempo en una revista y siguió una maestría en ciencias políticas. Al terminarla se vino para Boston, donde estaba haciendo su doctorado en la universidad de Harvard.
Era una chica de carácter fuerte y convicciones claras. Por lo que contaba se había hecho sola y había aprendido a no depender de nadie. Tenía unos ojos muy expresivos. Por momentos le daban un aire de seriedad y en otros uno de dulzura. Parecía poder ser muy fría y muy calurosa. Sin medias tintas. Eso la distinguía y era precisamente donde radicaba su atractivo. Porque era bastante atractiva.
A pesar de haber vivido sólo su niñez en Perú, sabía bastante sobre historia y la situación política actual. Se notaba que seguía con atención lo que pasaba en el país. Incluso su tesis de doctorado era sobre organizaciones campesinas en zonas rurales. Hablaba con mucha pasión sobre el tema. Especialmente cuando se refería a las injusticias en estas zonas y la inmensa desigualdad que existía en el Perú. Por momentos sentía que se tenía que controlar para no exaltarse. Entonces cambiaba de tema.
A mi no me molestaba escucharla ni que acapare la conversación. Me parecía interesante conocer la opinión de una peruana que llevaba tanto tiempo viviendo afuera y a pesar de ello, o precisamente por ello, intentaba entender la realidad peruana. Además, estaba de buen ánimo. La había pasado bien por la tarde en casa de Martín. Allí había conversado lo suficiente como para dedicarme ahora sólo a escuchar.
Con Martín nos habíamos juntado para ver un partido de fútbol. Argentina contra Brasil. Un clásico sudamericano. Estuvimos tomando unas cervezas desde antes del partido y a la hora que comenzó ya estábamos puestos. Ni él ni yo seguíamos el fútbol. La verdad ni siquiera conocíamos a los jugadores. Ya hace varios años vivíamos fuera del Perú y no nos enterábamos. Ver los partidos era un pretexto para conversar y recordar viejos tiempos. Y esta vez tenía especialmente ganas de hablar.
Le conté que estaba contento en Boston. Me iba bien en el trabajo y recientemente había comprado una casa. Era mi primera casa y representaba todo un logro para mí. El camino no fue fácil pero fue para lo que vine a este país. Ahora tenía un activo importante pero también mi primera gran responsabilidad. Los siguientes años tendría que pagar las mensualidades, lo cual me ponía un poco nervioso. Pero era factible con el trabajo que tenía. En general sentía que me encontraba en un momento muy bueno de mi vida, algo que por mucho tiempo había buscado.
Sin embargo, estaba solo. Desde que terminé mi relación con Olga no había vuelto a enamorarme de alguien. En realidad, luego de que terminamos no me interesó volver a compartir mi vida con otra persona por un par de años. Estuve muy tranquilo y entretenido con mi trabajo. Pero ahora sentía cada vez más la necesidad apremiante de hacerlo. Sin embargo, no era fácil. La gente a mi edad, tanto las chicas que conocía como yo mismo, difícilmente abríamos espacios para gente nueva en nuestras vidas.
De algo estaba convencido. Quien quiera que fuese mi nueva pareja tenía que hablar español. De preferencia, sudamericana o haber vivido allí.
Con Olga ese fue el problema. Ella era polaca y nos comunicábamos en inglés. Al principio la novedad era muy atractiva. Ambos compartíamos el ser inmigrantes en este país. Además disfrutaba mucho aprender sobre su cultura e idioma. De hecho la pasaba principalmente con sus amigos del este de Europa. Perdí contacto con mi cultura, mis amigos latinos y me refugié en nuestra relación.
Pero al pasar los años sentí de pronto un gran espacio vacío. Y, mi lengua materna pudo más. De pronto me reencontré con amigos latinos y principalmente, amigas, y ahí estalló todo. Sentí como si todo ese tiempo hubiese estado engañado, viviendo un juego. Mis comunicaciones con latinas llegaban a un clímax que jamás lograría con Olga. Simplemente porque no compartíamos los mismos antecedentes, los mismos significados. Fue así como terminamos.
Martín escuchaba con atención e interrumpía para hacer algunas acotaciones. Como buen ingeniero, sabía llevar una conversación bastante técnica. Al final producía la sensación de engranar exitosamente cada uno de mis argumentos. Desgraciadamente el resultado era una construcción sólida pero lúgubre. Pero prefería que sea así en lugar de darme esperanzas falsas.
Luego del partido o tal vez durante el mismo, me quedé dormido en su sofá y no me desperté hasta la noche.
- ¿Te gustaría ir a desayunar mañana? – me preguntó Marta.
Mañana era sábado y nuestra conversación había sido muy agradable. Entonces estaba más que convencido en la respuesta y quedamos para vernos al día siguiente. En el camino de regreso a mi casa estaba muy entusiasmado de haber quedado para el desayuno con ella.
El sábado desperté temprano, me acicalé, me puse unos shorts, sandalias y salí a mi encuentro con Marta. El día estaba soleado y provocaba estar afuera. Entonces compre un café helado en la panadería y fui caminando hacia Harvard Square, donde se ubicaba el café en el que habíamos quedado.
A pesar que llegué diez minutos antes de lo pactado, Marta ya estaba sentada allí. Había tenido una clase y por eso me había dicho para encontramos ahí. Estaba sentada en una mesa para dos y tenia un libro abierto en la mesa. Cuando nos saludamos me dio una sonrisa tan linda y fresca. También tan contraria a las expresiones de dureza que podía mostrar. Pero de hecho sentía que luego de la noche de ayer había más confianza. Nos habíamos gustado.
Me pedí un bagel con queso crema y una limonada. Ella un desayuno de los fuertes, con huevo, tocino, frijoles y un café americano. El resto del desayuno fue bastante ameno. Nos dedicamos a deshacernos del estrés al mejor estilo limeño. Es decir, rajando de los demás. Eso los dos lo sabíamos hacer bien. Entonces, sin que lo supieran, los transeúntes fueron nuestros lornas. Estuvimos riéndonos así buen rato y la pasamos bien.
Después del desayuno fuimos a caminar. Era divertido. Con ella si que podía conversar en el mismo sentido. Pero, a pesar de ello, había mas bien algo en su personalidad que yo no alcanzaba a entender. Posiblemente tenía que ver con su parte canadiense, o mas bien, quebeca. Ella había pasado las experiencias más importantes de su vida allí y no en Perú. Entonces, aunque podía entender mucho de mi mundo, tal vez yo no entendía mucho del suyo.
Pero había algo más. Y era esa personalidad, tan radical, tan polarizada. Sí, ella podía tener un trato afable. Pero, por momentos, como he dicho, su dureza era notable. De pronto la sentía dominante. El semblante le cambiaba y aparecían unos ojos azorados. En el fondo creo que esa era la parte que predominaba en nuestra relación. Pues poco a poco me daba cuenta que ella decidía por donde iba la conversación. Generalmente imponía su opinión sin interesarle lo que yo pensaba.
Sin embargo, esto para mí no era un problema. Por el contrario, mientras más tiempo pasaba con ella, más disfrutaba de su compañía.
Cuando me desperté eran las nueve de la noche. Ya me había pasado la resaca y me sentía recuperado. Sólo necesitaba una buena ducha. No me despedí de Martín para no despertarlo. Cogí mi auto y me fue para la casa.
Ya en la casa, luego de bañarme decidí ponerme la ropa que recién había comprado ayer. Una camisa y un pantalón jean desteñido. Un poco de perfume y estaba listo para salir de nuevo. El objetivo de la noche era el Manray, la discoteca de moda. El plan era mas bien tranquis.
Iba solo. Sí. Podía haber llamado a alguien pero en realidad me provocaba ir solo. A pesar que decía odiar la soledad, no siempre era así. Porque en realidad me encantaba la sensación de entrar a la discoteca solo, sin saber que iba a pasar. Más aún luego de un baño y con ropa nueva.
- Un vodka tonic por favor – pedí en la barra. Donde había encontrado un buen lugar para estacionarme.
A mi lado había una chica leyendo un cuaderno con notas escritas a lápiz. Vestía camisa a cuadros y un pantalón jean celeste. De hecho tenía pinta de latina. Más aún, de sudamericana.
- Bueno Adolfo, entonces te pones en contacto con los abogados para que se hagan cargo de este caso - le decía a su acompañante en español.
No me había equivocado. Además, ahora me daba cuenta que tenía un acento limeño muy marcado. Cosa que no escuchaba frecuentemente en Boston y, por lo mismo, despertaba mi curiosidad.
- Listo. Yo me encargo de ese asunto. La próxima semana me estoy comunicando contigo – dijo Adolfo, guardando el cuaderno de notas en su mochila. Luego se despidió.
Ella se quedó sola tomando un trago. Parecía, al igual que yo, estar disfrutando de esa soledad.
Sin poder esquivar mi curiosidad, decidí hablarle. No la pensé dos veces y volteé hacia su lado.
- Hola, me llamo Jorge. Escuché que hablas español. ¿Quieres conversar un rato? – No se me ocurrió decirle otra cosa.
- Claro, por qué no- me contestó sonriendo.
Me dijo que se llamaba Marta y también era peruana. Llevaba dos años viviendo en Boston y le gustaba mucho. Se fue del Perú de niña. Su papá era diplomático y lo enviaron a Canadá. Primero estuvo viviendo en la ciudad de Québec, allí terminó el colegio y antes de comenzar la universidad se tomó un par de años para llevar una vida medio hippie. Junto con artesanos peruanos y chilenos vendía en el viejo Québec.
Luego entró a la universidad a estudiar sociología. Para esto su papá había regresado a Perú pero ella decidió quedarse. La universidad la financiaba con lo que ganaba en los veranos vendiendo artesanías. A veces también viajaba a Halifax con su grupo de artesanos para vender y hacer trenzas para los niños. Así la pasaba bien y hacía algo de plata.
En la universidad se enamoró de un quebeco. Vivieron juntos durante él último año de la carrera. Luego a él le ofrecieron un trabajo en Montreal y se mudaron para allá. Pero después de un tiempo la relación comenzó a fallar y terminaron. Ella, sin embargo, quedó encantada con la ciudad y decidió quedarse. Consiguió un trabajo a medio tiempo en una revista y siguió una maestría en ciencias políticas. Al terminarla se vino para Boston, donde estaba haciendo su doctorado en la universidad de Harvard.
Era una chica de carácter fuerte y convicciones claras. Por lo que contaba se había hecho sola y había aprendido a no depender de nadie. Tenía unos ojos muy expresivos. Por momentos le daban un aire de seriedad y en otros uno de dulzura. Parecía poder ser muy fría y muy calurosa. Sin medias tintas. Eso la distinguía y era precisamente donde radicaba su atractivo. Porque era bastante atractiva.
A pesar de haber vivido sólo su niñez en Perú, sabía bastante sobre historia y la situación política actual. Se notaba que seguía con atención lo que pasaba en el país. Incluso su tesis de doctorado era sobre organizaciones campesinas en zonas rurales. Hablaba con mucha pasión sobre el tema. Especialmente cuando se refería a las injusticias en estas zonas y la inmensa desigualdad que existía en el Perú. Por momentos sentía que se tenía que controlar para no exaltarse. Entonces cambiaba de tema.
A mi no me molestaba escucharla ni que acapare la conversación. Me parecía interesante conocer la opinión de una peruana que llevaba tanto tiempo viviendo afuera y a pesar de ello, o precisamente por ello, intentaba entender la realidad peruana. Además, estaba de buen ánimo. La había pasado bien por la tarde en casa de Martín. Allí había conversado lo suficiente como para dedicarme ahora sólo a escuchar.
Con Martín nos habíamos juntado para ver un partido de fútbol. Argentina contra Brasil. Un clásico sudamericano. Estuvimos tomando unas cervezas desde antes del partido y a la hora que comenzó ya estábamos puestos. Ni él ni yo seguíamos el fútbol. La verdad ni siquiera conocíamos a los jugadores. Ya hace varios años vivíamos fuera del Perú y no nos enterábamos. Ver los partidos era un pretexto para conversar y recordar viejos tiempos. Y esta vez tenía especialmente ganas de hablar.
Le conté que estaba contento en Boston. Me iba bien en el trabajo y recientemente había comprado una casa. Era mi primera casa y representaba todo un logro para mí. El camino no fue fácil pero fue para lo que vine a este país. Ahora tenía un activo importante pero también mi primera gran responsabilidad. Los siguientes años tendría que pagar las mensualidades, lo cual me ponía un poco nervioso. Pero era factible con el trabajo que tenía. En general sentía que me encontraba en un momento muy bueno de mi vida, algo que por mucho tiempo había buscado.
Sin embargo, estaba solo. Desde que terminé mi relación con Olga no había vuelto a enamorarme de alguien. En realidad, luego de que terminamos no me interesó volver a compartir mi vida con otra persona por un par de años. Estuve muy tranquilo y entretenido con mi trabajo. Pero ahora sentía cada vez más la necesidad apremiante de hacerlo. Sin embargo, no era fácil. La gente a mi edad, tanto las chicas que conocía como yo mismo, difícilmente abríamos espacios para gente nueva en nuestras vidas.
De algo estaba convencido. Quien quiera que fuese mi nueva pareja tenía que hablar español. De preferencia, sudamericana o haber vivido allí.
Con Olga ese fue el problema. Ella era polaca y nos comunicábamos en inglés. Al principio la novedad era muy atractiva. Ambos compartíamos el ser inmigrantes en este país. Además disfrutaba mucho aprender sobre su cultura e idioma. De hecho la pasaba principalmente con sus amigos del este de Europa. Perdí contacto con mi cultura, mis amigos latinos y me refugié en nuestra relación.
Pero al pasar los años sentí de pronto un gran espacio vacío. Y, mi lengua materna pudo más. De pronto me reencontré con amigos latinos y principalmente, amigas, y ahí estalló todo. Sentí como si todo ese tiempo hubiese estado engañado, viviendo un juego. Mis comunicaciones con latinas llegaban a un clímax que jamás lograría con Olga. Simplemente porque no compartíamos los mismos antecedentes, los mismos significados. Fue así como terminamos.
Martín escuchaba con atención e interrumpía para hacer algunas acotaciones. Como buen ingeniero, sabía llevar una conversación bastante técnica. Al final producía la sensación de engranar exitosamente cada uno de mis argumentos. Desgraciadamente el resultado era una construcción sólida pero lúgubre. Pero prefería que sea así en lugar de darme esperanzas falsas.
Luego del partido o tal vez durante el mismo, me quedé dormido en su sofá y no me desperté hasta la noche.
- ¿Te gustaría ir a desayunar mañana? – me preguntó Marta.
Mañana era sábado y nuestra conversación había sido muy agradable. Entonces estaba más que convencido en la respuesta y quedamos para vernos al día siguiente. En el camino de regreso a mi casa estaba muy entusiasmado de haber quedado para el desayuno con ella.
El sábado desperté temprano, me acicalé, me puse unos shorts, sandalias y salí a mi encuentro con Marta. El día estaba soleado y provocaba estar afuera. Entonces compre un café helado en la panadería y fui caminando hacia Harvard Square, donde se ubicaba el café en el que habíamos quedado.
A pesar que llegué diez minutos antes de lo pactado, Marta ya estaba sentada allí. Había tenido una clase y por eso me había dicho para encontramos ahí. Estaba sentada en una mesa para dos y tenia un libro abierto en la mesa. Cuando nos saludamos me dio una sonrisa tan linda y fresca. También tan contraria a las expresiones de dureza que podía mostrar. Pero de hecho sentía que luego de la noche de ayer había más confianza. Nos habíamos gustado.
Me pedí un bagel con queso crema y una limonada. Ella un desayuno de los fuertes, con huevo, tocino, frijoles y un café americano. El resto del desayuno fue bastante ameno. Nos dedicamos a deshacernos del estrés al mejor estilo limeño. Es decir, rajando de los demás. Eso los dos lo sabíamos hacer bien. Entonces, sin que lo supieran, los transeúntes fueron nuestros lornas. Estuvimos riéndonos así buen rato y la pasamos bien.
Después del desayuno fuimos a caminar. Era divertido. Con ella si que podía conversar en el mismo sentido. Pero, a pesar de ello, había mas bien algo en su personalidad que yo no alcanzaba a entender. Posiblemente tenía que ver con su parte canadiense, o mas bien, quebeca. Ella había pasado las experiencias más importantes de su vida allí y no en Perú. Entonces, aunque podía entender mucho de mi mundo, tal vez yo no entendía mucho del suyo.
Pero había algo más. Y era esa personalidad, tan radical, tan polarizada. Sí, ella podía tener un trato afable. Pero, por momentos, como he dicho, su dureza era notable. De pronto la sentía dominante. El semblante le cambiaba y aparecían unos ojos azorados. En el fondo creo que esa era la parte que predominaba en nuestra relación. Pues poco a poco me daba cuenta que ella decidía por donde iba la conversación. Generalmente imponía su opinión sin interesarle lo que yo pensaba.
Sin embargo, esto para mí no era un problema. Por el contrario, mientras más tiempo pasaba con ella, más disfrutaba de su compañía.
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