domingo, noviembre 09, 2008

SIETE DÍAS AQUÍ Y ALLÁ

- ¿Y cómo así llegaste a Bolivia? – le pregunté, curioso por saber cómo un alemán acaba viviendo en el altiplano.

- Bueno, larga historia –me contestó con esa expresión de
no te imaginas-. Pero te la hago corta –continuó. Mi hermano está casado con una argentina, de Córdoba. Viven allá ya hace años. Varias veces me habían invitado para que los visitara, pero por trabajo y porque se me hacía muy lejos, no iba. Hasta que en una de esas me animé. Y claro, como buen alemán, planeé detalladamente mis vacaciones. Supuestamente me iba a quedar un par de semanas, pero lo que no sabía era que acabaría quedándome tres años por allá– terminó entre risas.


No era la primera vez que escuchaba una historia así. Conocía gente que en un viaje de vacaciones había terminado quedándose a vivir en algún lugar insospechado. Y sí, no era para menos, era para reírse. Reírse por haber creído inocentemente en unos planes que luego cambiaron; por haberse dejado sorprender por la vida y haber aprendido que los planes que uno hace con anticipación no pueden ser tan rígidos e inevitablemente se subordinan al desarrollo de los acontecimientos
in situ. Y siendo la planificación un valor enraizado en la cultura alemana, el haberse permitido actuar espontáneamente en otro contexto era aún más razón para reírse.

- Qué locura. ¿Ya hace cuánto tiempo de esto?

- No hace mucho. Regresé el año pasado de Bolivia. Como te decía, estuve la mayor parte del tiempo allí. Viajé por varios países, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Bolivia. Al final me quedé encantado con Bolivia y por eso me estacioné allí.

- ¿Y cómo así? ¿Qué te llamó más la atención?

- La cultura, la gente, la comida. Pero principalmente las mujeres. Me quedé enamorado de un par de bolivianas.

- ¡Asu, no de una, sino de un par! –le dije riéndome, pero sin atreverme a reír con toda mi risa.

- En realidad más de un par –me dijo, como quien sabe de lo que habla y por eso saca pecho.

Me quedé sorprendido y confundido de escuchar a un alemán hablar así, pero luego agregó.

- En el frío del Tiahuanaco uno tiene que buscar la manera de mantenerse abrigado.

Y entonces se me quitaron las dudas. Lo había dicho con esa sonrisa pendeja y tono machista importados de Sudamérica. No había otra. Y lo siguiente era que Hans no podía ser el clásico alemán. De ser así, se hubiese ahorrado esa broma sexista. O la hubiese dejado para más tarde, cuando haya más confianza o en una conversación en chelas. Pero Hans pasó de ese preámbulo formal. En realidad, pasaba de eso y de mucho más, como luego lo comprobaría. Bolivia lo había alatinado y como había regresado hacía poco, todavía tenía en el rostro la expresión fresquecita de pendejito de barrio. Era tan elocuente que a través de ella pude ver a un par de amigos de mi barrio en Perú. Inmediatamente los asocié con él. Entonces ahora Hans era un poco Martín y Percy. Viéndolos a ellos y ya no a Hans, me atreví a corresponder su gesto de tío cabrón dándole rienda suelta a toda mi risa.

Así nos conocimos y saliendo del consultorio nos fuimos de frente a tomar unas chelas.

Esa mañana había despertado de mal humor. Había tenido que ayunar dos días para que me pudieran hacer exámenes de sangre. Sólo había podido tomar agua. Pero no estaba molesto por el hambre, que no era menor. Lo que me molestaba era tener que privarme del placer de comer. Comer bien era muy importante para mí. De hecho era una de las pocas cosas que podía disfrutar intensamente. No veía entonces la hora de hacerme esos malditos tests y salir a comer algo rico.

Los tests yo mismo me los había indicado. Nunca antes en mi vida me había hecho un análisis exhaustivo que incluyera el hígado. A mis treinta años recién cumplidos pensé que había llegado la hora de enfrentar el tema. La verdad es que me moría de miedo de lo que pudiera salir de esos exámenes. Pensaba lo peor. Cirrosis y luego la muerte. Y es que desde mis diecisiete años no había parado la mano. Principalmente me preocupaba el período hasta mis veintidós o veintitrés años. ¡Qué no me había metido en el cuerpo en esa etapa! Recordaba los tragos baratos que le comprábamos a la Tía Veneno, como le decíamos a la señora que atendía en la licorería del barrio, y que tomábamos en la esquina. Los piscos combinados de a luca y servidos en bolsa, los famosos pasitas, los cañazos, y hasta las tapitas de alcohol puro, ese que se compra en la farmacia, mezcladas con té. Y recordaba también las amanecidas con el cuerpo y la cara llenos de ronchas, totalmente intoxicado.

Todos esos excesos tenían que haber dejado estragos en mi hígado. Por mucho tiempo había preferido evitar enterarme, pero los treinta habían llegado con una dosis de coraje y realismo. De pronto me atrevía a ver sin reparos el saldo negativo de mi cuenta bancaria cada vez que iba a sacar dinero del cajero. Y, del mismo modo, sentía que era el momento de enfrentar el tema de la salud, en particular, el del estado de mi hígado.

En la sala de espera éramos tres. Era una habitación pequeña y hacíamos un esfuerzo para no cruzar nuestras miradas. Yo agarré una revista sobre la movida nocturna berlinesa y me dispuse a evitar el contacto social. Sólo quería acabar con los tests y salir a comer algo. Pero no cualquier cosa. Algo rico. Pensaba en las diferentes alternativas. Tailandés, africano, libanés, italiano. ¿Qué me provocaba? Estaba indeciso. No era la primera vez.

En ese momento escuché una voz que venía de mi lado izquierdo.

- Hoy por la noche hay fiesta latina en el
Café Zapata – me dijo, como buscando llamar mi atención.


Era un tío más o menos de mi estatura, vestía una chompita y un pantalón
jean. Se le veía limpio.

Menciono lo de la limpieza porque desde que vivo en Berlín ese es un criterio importante antes de decidir hablar con alguien. Me explico.

Generalmente la gente que descuida su aspecto físico y se le ve sucia es la que tiene más problemas sicológicos. Y, por malas experiencias, prefiero evitarlos. Pero no es fácil. La gente trastornada abunda en esta ciudad. Trastornados producto de la soledad, la depresión, el alcoholismo, la inactividad, el paso del sistema socialista al capitalista, y no sé qué más. A veces te hablan, uno les hace caso y luego se te pegan, joden, se exaltan, y te hacen pasar un mal rato. No se ponen belicosos, pero joden. Por eso ahora la pienso dos veces antes de seguir una conversación. Este no era el caso. El tío se veía limpio, pero eso tampoco era garantía de que no estuviera loco y, por otro lado, yo no estaba de humor para hacer conversa. Entonces decidí evitarlo. Total, a quién le importaba si le seguía la conversa o no.

-¿De dónde eres?


Esta vez no pude evitar voltear y mirarlo a los ojos. Sabía entonces que lo había escuchado y, salvo que estuviese acostumbrado a ser ignorado, esperaba una respuesta. Pero la respuesta no llegaría.

Pasó un rato y sentí que no me quitaba la mirada de encima.

- ¿Está todo bien? ¿Por qué no me contestas?

La situación se tornaba incómoda. Y ahora la señora que estaba al frente de nosotros también me miraba, como pensando si no era yo el que tenía un problema en la cabeza. No me dejó escapatoria.

- ¿Perdón? –le dije.

- Te preguntaba que de dónde eres –agregó con mirada inquisidora.


- Soy peruano –le contesté, sin dar mas explicaciones. No tenía por qué hacerlo.

- Interesante. ¿De qué parte de Perú?

Ahora resulta que quería lucirse en geografía, pensé. Estaba harto de esa pregunta. Porque luego viene, de Lima. Entonces, él sigue, de qué parte de Lima. Y ante la respuesta, la sonrisa de ya te tengo encasillado. Seguro tu escuchas Charly García, ibas a las discotecas de la Marina, y de chibolo rompías timbres en tu barrio. Sólo por el placer de tenerte encasillado. Pero no. Esto pasa con los paisanos. De él no tenía por qué esperar esa dinámica. De hecho, era curioso que quiera saber de qué parte de Perú vengo. Como si supiese algo más de Perú que de allí vienen los indianer que tocan flauta en la plaza. Era además raro que apenas le dije que soy peruano como que le cambió la expresión. Ahora se le notaba buena vibra, una expresión amable.

- De Lima – le dije, mirándolo a los ojos.

- Conozco Lima. El año pasado estuve por allá.

Y luego se presentó.

- Me llamo Hans –dijo, estrechándome la mano. ¿Cuál es tu nombre?


Me gustó que se presente. En general, presentarse me parece una señal de madurez. De entender que somos dos personas distintas. Cada una con antecedentes, gustos, sueños, ideas, ritmos y, por lo tanto, posiblemente nombres distintos. Y de que, sabiendo todo esto, él es capaz de respetar esas diferencias.

- Conozco Lima, pero estuve poco tiempo allí. Donde he estado buen tiempo es en Bolivia.

Y luego siguió la conversación inicial, después de la cual, a la salida del consultorio, nos fuimos a tomar unas chelas.

Me dijeron que regrese en siete días, es decir, el siguiente Lunes, a recoger los resultados de los exámenes. No podría estar tranquilo hasta entonces. Pero felizmente Hans me hizo más fácil la espera.

Esa vez saliendo del consultorio nos metimos la gran borrachera. En una banca del parque, entre cervezas y cigarros nos contamos hartas cosas. Cada vez que la chela se acababa íbamos a la bodega que estaba a un paso y regresábamos. Así se nos pasaron varias horas.

Al principio habíamos estado hablando en alemán, pero después de la cuarta chela a Hans se le soltó la lengua y me comenzó a hablar en español. Ahí cambió la cosa. Era realmente como hablar con alguien de mi barrio en Perú. Confianza total. Y es que hablaba un español muy sudamericano y lo hablaba muy bien. Incluso con su jeringa.

Inevitablemente, cuando cambiamos al español, cambiaron también los temas de conversación. Comenzamos a hablar de mujeres.

Le conté las experiencias que había tenido con alemanas. Y de como prefería las alemanas a las latinas. Me parecían menos complicadas, más directas, independientes, sinceras, y desprejuiciadas. Yo hablaba y hablaba sobre lo que me había tocado vivir y Hans no decía nada.

- ¿Y a ti cómo te ha ido con las mujeres acá? – le pregunté finalmente, pasándole la pelota.


- ¿Mujeres? Aquí no hay mujeres realmente. Son sólo mitad mujeres.

No entendí a qué se refería.

- ¿Qué me quieres decir?

- Me extraña que como latino me preguntes eso. ¿No te has dado cuenta todavía? Las mujeres acá son como hombres. Hablan como hombres, caminan como hombres, bailan como hombres. Salvo algunas cosas muy básicas del género femenino, se comportan como hombres en todo sentido.

Me contó que una vez en Bolivia tuvo una experiencia que le abrió los ojos. Había salido con amigos a un bar en plan caza. Conocieron unas chicas y las trajeron a su mesa. Estuvieron conversando, tomando chelas. Y, en una de esas, la chica a la que Hans estaba afanando saca un cigarro, se lo pone en la boca, y lo mira fijamente. Frente a Hans había un encendedor plateado y él entendió que quería que se lo pase. Entonces eso hizo. Pero, no era eso.

- Ustedes los alemanes no saben ser caballeros –le dijo, mientras ella misma se prendía el cigarro.


En ese momento no entendió bien. Tenía poco tiempo en Sudamérica y no sabía por qué ella había esperado que le encienda el cigarro cuando ella misma lo había podido hacer. Pero luego, con el tiempo, comenzó a apreciar eso que llamaban caballerosidad y feminidad. Quedó encantado con la dulzura de las mujeres bolivianas. Le gustaba que fueran delicadas, que mostraran su fragilidad y, por consiguiente, él pudiera adoptar un rol protector con ellas, engreírlas, y que ellas se dejen. Así, estuvo con varias bolivianas. Pero una de ellas fue especialmente importante para él. No precisamente porque se enamoró de ella.

Era una chica de condición humilde que conoció en una de esas noches de caza. Se llamaba Shirley, trabajaba como secretaria en un organismo del estado y vivía sola en un depa pequeño en un barrio mas bien de clase media baja. Hans la esperaba todos los días a la salida del trabajo, de ahí se iban para su casa, tiraban un par de polvos, y luego salían a conversar con la gente de su barrio. Esa última parte era la que le gustaba más a Hans. Le encantaba parar en la esquina con sus amigos del barrio. De tanto parar con ellos comenzó a hacer amigos y, aunque lo de Shirley terminó pronto, para ese entonces Hans se relacionaba con el barrio independientemente de Shirley. Los chicos le agarraron cariño y Hans se volvió parte del barrio. Era algo que no había sentido nunca antes.

Hans tuvo la experiencia de vida de barrio y todo lo que implica. Aprendió a chupar en la calle sentado en una caja de chela, a gorrear cigarros, a quejarse si se tardaban en pasarle el vaso, y a sacarle la vuelta a su pareja de turno con la celebración de sus amigos. También aprendió a decir lisuras, poner sobrenombres, joder a los demás, y a dejar salir su agresividad. Incluso tuvo un par de mechas callejeras. La más alucinante fue con un choro del que no sólo no se dejó robar, sino que lo correteó, alcanzó, tiró al suelo, y le sacó su mierda.

Antes de su viaje jamás habría imaginado que se malearía de esa manera. En Alemania no era un santo pero de ahí a lo que vivió en Bolivia había mucho trecho. Aprendió las mañas para sobrevivir en la calle. Una época incluso la hizo de dealer para hacer un poco de plata, que con el tiempo no planeado fuera de Alemania era cada vez más escasa. Estuvo vendiendo coca en la plaza a los turistas. Tenía la ventaja que les podía hablar en inglés, alemán, y español. Entonces le iba muy bien. Eso no le gustó mucho a otros dealers y en una de esas le mandaron a la policía. Hans tuvo que comerse unos días de cana.

Está demás decir pues que Hans no era el clásico alemán. La experiencia del barrio lo marcó. En general, había un Hans antes y después de Bolivia.

Inevitablemente la historia de Hans me recordaba a la mía. Le conté entonces de mi barrio. De cómo a veces a nosotros luego de unas chelas en la esquina se nos ocurría irnos de viaje. Y así, de la nada, entrábamos a la casa, hacíamos la mochila y nos íbamos por unos días a la sierra o a la playa de campamento. También le conté sobre los menús y taxis fuga. Eran un clásico. Íbamos a un restaurant, pedíamos un montón de comida, y nos íbamos sin pagar la cuenta. Uno se paraba, hacía como que tenía dolor de estómago y se iba a vomitar afuera y los demás ya sabían cuál era la consigna. Algo similar hacíamos con los taxis. Les pedíamos que nos dejen en algún lugar donde sabíamos que había un pasaje y salíamos corriendo a través de él.

Hans estaba alucinado con mis historias. Le encantó especialmente la manera como nos buscábamos en el barrio. Uno pasaba por la casa del otro y, en lugar de tocar el timbre o la puerta, hacía un silbido particular y el otro bajaba. Es decir, nos llamábamos silbando. Hans quedó flipado con esa idea. Tanto, que prometió en adelante no llamarme por teléfono para encontrarnos, sino que ir a buscarme directamente a mi casa con un silbido.

Y así lo hizo.

Los siguientes días pasaba por mi casa al atardecer y me silbaba, tal como le había enseñado. Yo sacaba la cabeza por la ventana, le decía que me espere un toke, bajaba, y nos íbamos por unas chelas al parque. Siempre comenzábamos hablando en alemán pero después de la cuarta chela Hans cambiaba al español. Entonces le salía el barrio. Hablaba con lisuras, de mujeres, reía más, jodía, y yo también. Allí era cuando comenzaba la intimidad.

Así estuvimos saliendo desde que nos conocimos el Lunes hasta el Sábado. El Domingo decidí hacer pausa. Al día siguiente tenía temprano mi cita con el médico para que me comunicara los resultados de mis exámenes y no quería celebrar antes de tiempo. En realidad, estaba muerto de miedo. Pensaba que el hígado me iba a pasar factura. Ya me imaginaba la cara del doctor reprochándome por haber esperado tanto, por haber cometido tantos excesos. Diciéndome que era muy tarde y que el cáncer estaba muy avanzado. Qué terrible. Pero era mejor saberlo de una vez por todas.

Igual el domingo por la tarde Hans pasó por mi casa y me silbó para que baje. Le expliqué lo de los exámenes y le dije que mejor no, que para otro día. Pero él insistió aduciendo que el resultado no iba a cambiar porque salga por unas chelas hoy. Tenía razón. Por otra parte yo estaba con una angustia terrible y quedándome en la casa la cosa sólo empeoraría. Entonces no le fue muy difícil convencerme. Bajé y nos fuimos a la bodega por unas chelas.

Estuvimos en el parque hasta que Hans comenzó a hablar en español. Luego, para salir del parque y cambiar un poco de ambiente, me propuso ir a un bar chévere por mi casa a seguirla. Estuvimos allí varias horas. Habremos tomado unas mil chelas en el bar. Las chelas iban y venían y nosotros no parábamos de hablar. Nos la estábamos pasando de puta madre, borrachísimos. A las justas podíamos caminar para ir al baño. Y, como en veces anteriores, la conversa era especialmente intensa para mí porque sentía que Hans entendía de mis dos mundos, el de aquí y el de allá.

El alcohol también comenzó a hacer efecto en mi conversación. Entonces me salió uno de mis clásicos temas de borrachera. Comencé a hacer un monólogo sobre la tristeza que me daba la pobreza en el Perú. Le decía que el mundo me parecía tremendamente injusto porque el lugar donde naces determina tus oportunidades, si vas a tener una vida digna, acceso a trabajo, educación, y hasta las fronteras que puedes cruzar. Y, en ese sentido, los peruanos así como la mayoría de los que nacemos en el sur estábamos jodidos. En cambio, le decía, la gente acá, hasta los desempleados la pasan bien. No les falta nada. Y si uno quiere desarrollarse como persona tiene todas las oportunidades del mundo. Es sólo cuestión de interés.

No sé cuánto tiempo habré estado hablando solo del tema. Hans parecía escucharme atentamente, pero no comentaba nada. Hasta que dijo.

- Mira, entiendo tu punto de vista, pero yo después de mi experiencia en Bolivia he llegado a otra conclusión.

- ¿No crees que sea injusto entonces? –le pregunté.


- No. Lo que pasa es que yo creo que todo en la vida tiene un precio. El precio que ustedes tienen que pagar por nacer en Sudamérica es la pobreza.

- ¿Y cuál sería el precio que les toca pagar a ustedes? –le pregunté, incrédulo y medio molesto por su atrevimiento.

- La infelicidad hermano, la infelicidad –contestó finalmente.

No podía creer lo que me había dicho. Me dejó pasmado. ¿Cómo podía haberlo dicho así con todas sus letras, sin titubear, con tanta firmeza?

Me contó que antes de viajar a Bolivia había hecho su servicio civil en Alemania. Lo hizo cuidando ancianos y así conoció los casos más miserables de desamparo. Ancianos totalmente olvidados por sus hijos, que no tenían a nadie en la vida, y morían solos, como perros, sin que nadie se entere. Me dijo que, en general, los alemanes no eran felices, vivían quejándose de sus problemas, solos, amargados, sin verdaderos amigos, ni lazos familiares. Y así se morían. De algunos uno no se enteraría de su muerte si no fuese porque su apartamento comenzaba a apestar. No era broma. Me contó que alguna gente estaba tan sola, sin nadie en la vida que vele por ellos, que se moría y nadie se daba cuenta. De pronto comenzaba a oler feo en el edificio y los vecinos sabían que era un muerto. Llegaban los bomberos, derribaban la puerta, y se llevaban el cadáver. Así como sin nada. Uno más que murió sin que nadie responda por él.

Me confesó que él mismo no era feliz. Estaba hace años desempleado y, sí, el dinero del estado le alcanzaba para rentar un piso para él solo, cubrir sus necesidades básicas, y tal vez un poco más si la sabía hacer. Pero no tenía a nadie en la vida. Estaba solo. Además, después de Bolivia sabía que no podría ser feliz en Alemania y se había refugiado en el alcohol.

Luego hizo una breve pausa y los ojos se le pusieron llorosos. Era la primera vez que lo veía así. Pero no duró mucho tiempo. No quiso caer en ese estado y se animó a cambiar de tema.

- Bueno, entonces ahora qué hacemos –me preguntó.


- Yo ya estoy muerto –le dije, mientras miraba los vasos vacíos de cerveza. Era un buen momento para la partida.

Hans se quedó callado. Me miró fijamente y rió. Luego, repentinamente, se paró.

- Sígueme y haz como sin nada –dijo.

Eso hice, sin preguntar nada. Entonces fuimos caminando hacia la puerta del bar entre risas y nos fuimos. Una vez afuera Hans me dijo que caminara rápido por como una cuadra.

No podía parar de reírme de lo que acabábamos de hacer. Habíamos hecho un menú fuga, o bueno, bar fuga, en Berlín. Hans estaba loco. Había sido, por otro lado, la fuga más monse de la historia. Ni siquiera nos persiguieron, seguro ni se percataron.

Caminamos con dirección a mi casa y cuando estábamos al frente nos despedimos con una gran sonrisa dejando atrás una noche memorable.

A la mañana siguiente llegó la hora de la verdad. Estaba sentado en la sala de espera, la misma donde había conocido a Hans, esperando que me llamaran. Pero ahora no estaba en ayunas, por el contrario, llevaba tras de mí una semana de excesos. Mi estado no era el ideal para hablar con el doctor. Tenía una resaca infernal. Sentía como si me estuviesen taladrando la cabeza sin cesar. Además, seguro olía todavía a alcohol. Imaginaba al doctor viendo los valores de mi test del hígado, oliendo mi tufo, notando mi resaca, y dando el caso por perdido.

Estaba nervioso, no podía concentrarme, no podía leer, no podía hacer nada. Y, no podía dejar de pensar lo que me había dicho Hans la noche anterior. Todo tiene un precio, el nuestro es la pobreza, el de ellos la infelicidad. Seguía digiriendo cada una de sus palabras. Pensaba una y otra vez en lo que me había contado. Lo de su servicio civil, los ancianos, la soledad, el desamparo, los muertos que apestan, el barrio en Bolivia, la calle, Hans mechándose, las mujeres dulces, las mujeres medio hombres, la espontaneidad, los planes, y luego su vida en Berlín, desempleado, sin amigos, tomando mucho, agradeciéndome por la semana tan chévere que pasamos al despedirnos ayer. Y al final, nuevamente, pensaba en eso de que todo en la vida tiene un precio.

En eso escuché una voz que llamaba mi nombre por el micrófono. Era mi turno.